8/26/2008

La abuela dijo que el abuelo estaba chiflado, que ya no sabía bien por dónde le daba el aire y cosas de ese estilo. Sé que tenía algo de razón, porque momentos antes el abuelo nos dijo, a mí y a mi hermana, algo sobre unas mujeres árabes, o no sé si musulmanas, que iban por el barrio, arriba y abajo. Lo importante no eran ellas, sino que iban tapadas del todo, con la cara cubierta.

Lo dijo sin más, de sopetón, y sentí una especie de piedad extraña, a lo mejor el miedo al tiempo y una forma de ganar puntos para cuando a mí me pase lo que a él, si es que llego. Después siguieron hablando, entre viaje y viaje de la cuchara a la boca.

A continuación ocurrió algo que no sabría cómo describir. Después de habernos escuchado a mi madre y a mí hablar sobre el colchón nuevo que necesito, mi abuelo insistió en regalarme uno que tenía en una habitación. La abuela lo reprendió, ligeramente, y entre risas, cuando el abuelo fue a la cocina, dijo que estaba deseando deshacerse de ese colchón, venderlo o lo que fuera, pero que nadie hacía caso al abuelo... Y que nadie se lo haría. Ella, por su parte, dijo que le hacía duelo.

Y tiene que hacerlo, tantos años ahí, tantas navidades dando sueño a sus nietos... ¿Qué te queda cuando eres viejo? Así que, sin más, mi abuelo me dio un metro y me dijo que fuera con él a medir el colchón. No sabía muy bien cómo decirle que necesitaba uno nuevo, así que no lo hice, me callé y medí, y las distancias, la geometría o lo que fuera, me dio la razón y el motivo.

Es pequeño este colchón, abuelo, no me lo puedo llevar porque sobraría somier. Y me contestó que ya lo sabía, que el colchón era de ochenta. Salimos y le devolví el metro, y yo volví al sofá. Me quedé adormilado, pensando en cómo se desliga la mente poco a poco con los años, en los ligeros derrapes que desencadenan ciertos resbalones, con el vehículo de la razón dando bandazos.

Sí, me daba la impresión de que la abuela estaba en lo cierto, de que el abuelo perdía el rumbo por momentos, y me preocupó sobremanera tenerlo tan claro cuando, minutos después, la abuela le dijo a mi madre, con alguna lágrima en el rostro, que estuvo a punto de quemarse los ojos hace unos días.

Le di el bote de colirio al abuelo, - dijo - para que me echase las gotas en los ojos... Lo que no sabíamos ninguno de los dos, porque no nos dimos cuenta, es que le di este otro bote. Son parecidos, solo que del que me eché me lo recetó el médico para secar los callos y las durezas de la piel. No, no fue al médico... Dijo que ya iría, en un par de días, y tan solo nos hizo saber que estaba un poco preocupada porque ahora veía la mitad de lo que veía antes.

Desde la cocina el abuelo acababa con la vajilla, secándola como hacía siempre desde a saber cuántos años atrás, y me dio la sensación de que hay cosas que no pueden cambiar, porque entonces sí estaríamos totalmente perdidos...

No hay comentarios: